Democracia para entusiastas

Si preguntáramos a un número suficiente de personas sobre la importancia de expresar libremente pluralidad de ideas y opiniones como uno de los principales sustentos del sistema político que llamamos democracia, estoy seguro de que una inmensa mayoría daría por bueno el aserto. Y si convenimos que no sólo es cierto sino determinante porque toda persona tiene derecho a expresar su opinión en los términos que marcan las leyes, el civismo y la educación estaríamos apelando a la idea que Max Weber defendía sobre la ética de la responsabilidad como principio rector en la construcción del pluralismo.

Por desgracia, la otra ética, la de las convicciones personales que puede llevarnos a la dictadura de lo políticamente correcto, es el síntoma que revela que estamos muy lejos de alcanzar ese estado consciente de responsabilidad social. Presumimos de sociedades abiertas y tolerantes sin caer en la cuenta de que en nombre de esa tolerancia imponemos una atmósfera asfixiante no ya para quien discrepa abiertamente sobre asuntos de actualidad social o informativa que se presentan de manera uniforme, sino para quien se atreve siquiera a matizar cuestiones dominadas por determinados grupos de presión.

Les pongo un ejemplo. A cuenta de la promulgación de leyes en favor de personas homosexuales, y en concreto lo concerniente a adopción de hijos, siempre he pensado que no existe ningún derecho natural de los adultos a adoptar niños, sino en todo caso, del niño a ser adoptado. Derecho que si lo trasladáramos al ámbito positivo desde una perspectiva de protección del menor (principio insoslayable y preferente en nuestro ordenamiento jurídico) nos llevaría primero a determinar por parte de profesionales y organismos especializados si la pérdida de uno de los referentes masculino o femenino que han dominado el concepto de familia durante miles de años tendría o no influencia en el encaje social y desarrollo personal de esa futura persona adulta. Debate que si ha existido se ha hurtado a la opinión pública, centrándolo exclusivamente en el supuesto derecho que otorga determinada condición sexual, pues son los propios interesados quienes apelan constantemente a “los derechos de su colectivo”. Como ya imaginan ustedes, el simple hecho de plantearme estas cuestiones me convierte en un ultraderechista de tomo y lomo, y hacerlas públicas en un elemento muy peligroso para censores e indigentes intelectuales.

Este concepto uniformador que impera en nuestras democracias occidentales hace que sólo valga el entusiasmo militante como certificado de aptitudes cívicas. Y esto es peligrosísimo. Porque en nombre de esa pureza no sólo pervertimos el significado del pluralismo y la tolerancia, sino la esencia misma de nuestras normas fundamentales que nos protegían de la arbitrariedad por razones de nacimiento, sexo, religión o tendencia política. En España ocurre que en determinados ámbitos del derecho con trascendencia penal, como la violencia familiar, la palabra de la mujer vale más que la del hombre, y cometer determinados ilícitos penales idénticos se juzgan con una ley u otra dependiendo de si has nacido mujer u hombre. Lo sé, como machista no tengo remedio.

Atrévase usted a cuestionar por qué hay que adoptar todas las medidas y disposiciones legales para garantizar que una persona afectada por Síndrome de Down consiga una expectativa de vida plena cuando por razón de su discapacidad no tiene garantizado el derecho a la vida que resulta determinante para (por ejemplo) convertirse en actor de cine y emocionar a un montón de gente que no dudaría en abortar su nacimiento si le tocara en suerte. Atrévase a dudar del relativismo moral imperante, facha.

Defienda usted, si le quedan ganas, que una chica de dieciocho años ebria, sola en una ciudad desconocida, en ambiente propicio para el desmadre, que decide irse voluntariamente con cinco desconocidos que resultan ser unos criminales es una irresponsable, independientemente del resultado de ese cúmulo de circunstancias. Si lo hace, los que no distinguen un culo de unas témporas laureadas le dirán que juzga usted a la víctima. Aquí se hace doblete: facha y machista.

Desde un punto de vista ético, ¿no será más valioso en términos democráticos discrepar y al mismo tiempo respetar las normas que rigen para todos que adherirse entusiastamente a cualquier disparate populista, por muy de moda que esté? Quiero para mi democracia disidentes de lo políticamente correcto que sean respetados porque respetan a los demás y sus normas, aunque aspiren a cambiarlas. El griterío, el acoso a quien no comparte una idea o una forma de hacer las cosas y las presiones políticas a los jueces y las concentraciones agresivas mientras deliberan se lo dejamos a los que dicen ser demócratas. Y los fachas, a lo nuestro.

Publicado en La Opinión de Murcia.

José María Riquelme

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