Mis hijos han tenido suerte con los profesores y educadores que han pasado por sus vidas. Éstos también, pues su madre y yo tenemos la costumbre de conocerles para transmitirles aquello que consideramos importante: que ellos son la prolongación de nuestra autoridad durante las horas que nuestros hijos pasan en el colegio, que les exijan el máximo que por su capacidad puedan pedirles y que los niños saben lo que sus padres hablan con sus maestros.
Cuento esto porque el primer paso para que la escuela sirva a su propósito (transmitir conocimiento humanista y científico consolidado y aceptado por la mayoría social, con el fin de crear individuos útiles a la sociedad) es tejer una relación de confianza entre educadores y familias. Y la premisa básica para conseguirlo es conocer de antemano hasta dónde alcanza esa confianza. Por eso, a la profesora de matemáticas y al profesor de lengua española se les exigen los conocimientos correspondientes, que quedan convenientemente acreditados y que los padres no ponemos en duda. Así se crea una relación de confianza: estando seguros del papel de cada cual en el sistema.
Por otra parte, el Código Civil español es muy preciso sobre el papel y la responsabilidad que los padres tenemos hacia nuestros hijos en fase de formación y sus actos, especialmente en lo que se refiere a su pleno desarrollo desde una perspectiva legal, ética, moral y cívica, diga lo que diga ese portento de la naturaleza que atiende por Isabel Celaá. Por eso tengo clarísimo que los hijos son nuestros, y que entre las obligaciones hacia ellos está la de defender nuestro derecho (el suyo) a educarlos en valores universales que respeten el marco legal, pero desde la perspectiva personal más cercana a nuestro modo de sentir y entender las relaciones humanas.
Esa es la razón por la cual resulta absurdo amparar en una supuesta absoluta libertad de cátedra el derecho de un maestro y no digamos de personas ajenas al centro educativo a transmitir “valores” de forma personalísima sin tener en cuenta el amplio espectro que se encuentra reflejado dentro del aula. La escuela, como algunos totalitarios sugieren, no puede ser un tribunal de orden público donde se ponga en cuestión la educación y formación en valores que se recibe en casa. Otra cosa distinta es la transmisión de información o conocimiento sobre cuestiones de actualidad, o que objetivamente sean de interés o preocupación para una mayoría social, que sí pueden tener espacio en las aulas, no sólo como cuestión potestativa del profesorado, sino por reclamación de los alumnos y sus padres y acuerdo entre las partes, y siempre de forma que esa transmisión de conocimiento no responda a intereses ideológicos o de parte.
Por tanto, si en un centro educativo resulta conveniente hablar de cuestiones relativas a valores éticos y cívicos, como podrían ser las relaciones personales y afectivas entre adolescentes, bastaría con que una persona con titulación adecuada transmita información veraz y neutra fundamentada en el respeto que debemos a cualquier opción personal de vida, pero no tiene porqué intervenir ningún activista que represente, como es obvio, intereses partidistas, y menos para difundir en el aula ideas anticientíficas del tipo “el género que uno siente (sic)” o “el género que te atribuyen al nacer (sic)” como si el sexo de cada persona no fuera una cuestión de cromosomas que se manifiesta visualmente por medio de los genitales, sino del albedrío de la comadrona de turno.
Porque el respeto al semejante y a cualquier opción vital no tiene nada que ver con difundir teorías más cercanas a las caras de Bélmez que a la ciencia y al conocimiento consolidado. Al contrario, mucho mayor es el valor democrático de quien discrepando abiertamente acepta de forma natural la convivencia y la relación con todos, que quien se limita a celebrar la verdad oficial del momento. Y como existen ejemplos para todos los gustos, nadie con sentido común negaría la trascendencia histórica de las religiones y su influencia en todos los ámbitos mundanos, pero una cosa es explicar esto en un aula y otra que fuese obligatorio escuchar en un colegio público a un sacerdote católico defender el Misterio de la Santísima Trinidad. O que como sucede en el colegio de mis hijos, les hablen de igualdad entre hombres y mujeres aludiendo a la Ley de Violencia de Género, un texto que consagra la desigualdad jurídica entre sexos en el ámbito penal, pues dispone prevalencia de la palabra de la mujer frente a la del hombre, impone penas distintas ante un mismo hecho en función del sexo de quien las comete y juzga esos mismos hechos en tribunales distintos según el autor sea hombre o mujer. Iguales como los marguales, que decimos en Murcia.
Y de traca esto tan socorrido del victimismo que relaciona este derecho de padres e hijos con un supuesto intento de desprestigio del profesorado y la función pública en la enseñanza. A este colectivo no lo desprestigia el que los padres queramos saber qué se les cuenta a nuestros hijos en un aula fuera de los contenidos lectivos y quién lo hace para autorizar su asistencia, sino que les preocupe tan poco que los aspirantes a maestro sepan hablar o escribir correctamente, como quedó demostrado con las quejas de opositores porque las faltas de ortografía penalizaban su examen. Por favor, menos victimismo y más realismo. Como el que tuve ocasión de compartir con algunos de los maestros de la escuela pública que asistieron conmigo a la manifestación en favor del llamado pin parental del pasado día 29 de febrero en Murcia.
Publicado en La Opinión de Murcia.