Habitamos en un mundo cada vez más interconectado e interdependiente, con gente muy diversa por su procedencia y manera de vivir, por lo que estamos obligados a relacionarnos, a entendernos y a tratar de convivir, unos con otros, de la mejor manera posible y de eso, hoy más que nunca, hemos adquirido una clara conciencia. De la salubridad de unos depende la de los otros, sin diferencias de ningún tipo, vivas donde vivas. Ahora bien, las relacionas humanas han sufrido un cambio vertiginoso en las últimas décadas, motivadas por el avance de las tecnologías de la comunicación y por factores de desarrollo socioeconómico que, unido al problema del coronavirus, hacen que el gesto comunicativo del contacto entre humanos se haya deteriorado o esté perdiendo su auténtica esencia.
El confinamiento y aislamiento propiciado por el Covid-19 ha desvirtuado, en cierto sentido, la caricia, tanto para el que la da como para el que la recibe, desnaturalizando la dimensión física, psíquica y comunicativa del encuentro entre quienes se acarician. Esta dimensión bidireccional del contacto puede ser especialmente relevante en los ámbitos sanitarios o asistenciales, donde el cuidado a las personas mayores, a los dependientes, discapacitados o a los niños es una práctica habitual y que evidencia la calidad y calidez de las relaciones humanas. La imagen de enfermos aislados por Covid-19 en las UCIs hospitalarias o de ancianos confinados en sus residencias sin poder ser visitados son muestra, más que palpable, de la carencia que supone el no poder tocar ni ser tocado por nadie.
Tocar y tocarnos, rozar a alguien o entrar en contacto epidérmico con el cuerpo de otra persona por medio de una caricia, es un acto físico genuinamente humano e incluso hasta cultural. Pero este gesto, tan usual y necesario para los humanos, ha podido quedar relegado, que no olvidado, a un plano meramente funcional o banal, el de las llamadas covidcaricias.
Las caricias, junto con los abrazos y besos, son muestras efectivas de ternura, intimidad, comunicación y proximidad humanas. Gestos que, como seres sentientes que somos, necesitamos para vivir y que representan, en buena medida, nuestra manera de ser y estar en el mundo con otras personas. Más todavía, la dimensión táctil de la caricia podría ser incluso considerada como posibilitadora de un encuentro interpersonal más pleno, tal y como avalan numerosos estudios científicos. Aunque, en los tiempos que nos ha tocado vivir, circunscritos a los imperativos de la inmunidad sanitaria, la seguridad individual, la prohibición de los contactos interpersonales, la limitación de la distancia social en los ámbitos públicos y el uso de elementos de protección corporal de manera cotidiana (mascarillas faciales, guantes de mano, máscaras protectoras, trajes aislantes, etc.) ha supuesto, para desdicha de muchos, que dar y recibir caricias sea algo restringido y exclusivamente limitado a la esfera de lo privado.
La caricia es un medio asombroso para expresar lo que sentimos por nosotros mismos y por los demás o, en el caso de las relaciones existenciales (conyugales, paternofiliales, amicales, etc.), lo que queremos hacer sentir al otro. Las caricias, como constructos propios e identitarios de las personas, como formas simbólicas de expresión de nuestra afectividad, se incardinan en la urdimbre multicultural y lingüística del ser humano. Ahora bien, la interpretación de las mismas, cuando el contacto epitelial es casi imposible, cuando el látex, el plástico, el vinilo, el nitrilo u otros materiales aislantes se interponen en las relaciones convivenciales de unos con otros, bien merece una reflexión. Sobre todo, cuando estas empiezan a verse como un fenómeno extraño o incluso con cierta artificialidad, tal y como ocurre con los contactos y caricias virtuales, expresiones acuñadas y empleadas por muchos en los tiempos que corren.
Podemos saludar, abrazar y acariciar al otro virtualmente con objeto de mostrarle o demostrarle empatía, cercanía, afecto o ternura, pero esa virtualidad encierra un significado distinto al que viene dado por la naturalidad. Está claro que no por ello podemos limitar la caricia al ámbito de lo meramente táctil, pues es fácil comprobar que se puede acariciar también al otro desde lo visual, lo verbal o lo gestual. Hay miradas, palabras y gestos que pueden resultar más profundos, balsámicos y terapéuticos que la mera proximidad o contacto epidérmico. Ya dice el refranero español que “una imagen vale más que mil palabras”, pero una caricia, sobre todo si no es virtual, puede valer más que mil terapias.
El acto acariciante está, además, impregnado de connotaciones éticas. De hecho, hay caricias adecuadas y otras notoriamente inadecuadas, sobre todo cuando estas son analizadas teniendo en cuenta las circunstancias, el contexto y las personas implicadas (necesidad, intencionalidad, finalidad, etc.). Las caricias tienen, pues, además de un componente afectivo, una valoración ética. Tanto es así que algunos entendemos que las caricias, para que sean aceptables como buenas aun en tiempos del coronavirus, han de ejercerse desde el llamado tacto moral interpersonal, esto es, deben darse desde el saber estar y actuar correctamente en un momento y una situación dadas, respetando y tratando siempre a las personas como tales.
Las caricias nos humanizan, nos permiten tomar conciencia y desarrollar nuestra realidad interior, tanto la propia, como la ajena. De ahí que podamos concluir que, a pesar de las circunstancias presente, precisamos las caricias para pensar, sentir y vivir como humanos. Y ello no sólo porque los humanos nos necesitamos mutuamente, verdad irrefutable para unos y controvertida para otros, sino porque estamos empezando a asumir, en cierto modo, la responsabilidad de protegernos y cuidarnos de posibles contagios, así como de no contagiar a los demás. Pero, eso sí, teniendo en cuenta que de momento hemos de conformarnos con los covidsaludos, los covidabrazos y las covidcaricias, aunque estos se den desde la ruptura entre lo natural y lo virtual.
Publicado en La Opinión de Murcia