Cuando los ojos de los hombres aún miraban el mundo con asombro y los dioses se paseaban entre nosotros, ocurrieron hechos que aún hoy suscitan nuestra admiración. Y dan qué pensar, que es de lo que se trata.
Corría el siglo VII aC cuando Giges mató y sucedió al rey Candaules inaugurando una dinastía que gobernaría el reino de Lidia durante más de cien años.
Dos siglos después Heródoto escribió la crónica. Sostiene el historiador que Candaules, “como enamorado, creía firmemente tener la mujer más bella del mundo” y logró convencer a Giges para que la viese desnuda y pudiese así constatar la verdad del asunto. Giges fue descubierto y la mujer le hizo elegir entre matar al rey o ser denunciado por ella y morir: matar o morir, no había más salida.
Poco después de morir Heródoto nació Platón. A él debemos la interpretación más rica, más fecunda y universal, sobre el mito de Giges. Platón le hace descubrir un anillo de la invisibilidad. En esta versión Giges no necesita incitación externa para ver la desnudez de la reina y hacerse con el reino: la invisibilidad ante los demás permite que aflore su auténtico ser. Giges consigue lo que desea sin verse obligado a asumir responsabilidad alguna por sus actos.
Sea como fuere, Giges obtuvo la inmortalidad cuando se convirtió en mito que, cuando los hombres miran de frente al misterio, es uno de los modos más sublimes de acceder a la verdad. De un modo más profundo y misterioso que los hechos, el mito de Giges pone a cada hombre ante sí mismo: ¿cómo me comportaría yo si pudiese obrar sin ser visto, si mis actos no tuviesen consecuencias?
Mientras Rousseau daba un agradable paseo cerca de un afluente del Sena, el Biévre, dio en pensar precisamente en cómo afectaba la relación con la gente a su sensible corazón. Cuenta que solía encontrarse con un joven tullido al que comenzó dando alguna moneda pero, con el tiempo, sintió (Rousseau, ya saben, era mucho de eso, de sentir) sintió, pues, que le pesaba el muchacho. Porque cuando lo venía venir, ya forjaba la esperanza de recibir. Rousseau, al principio, sintió agrado al socorrer a un menesteroso pero pronto se dio cuenta de que la costumbre había forjado una expectativa y casi, casi, un deber. Y ya no sentía tanto agrado. Rousseau no estaba dispuesto a que las esperanzas del muchacho enturbiasen el gozo de sentir fluir las aguas cantarinas del Biévre y, resumiendo, cambió de itinerario.
Ahí es donde aparece Giges en la narración. Rousseau no pretende espiar desnudez alguna ni obtener trono ajeno, no. Su tierno corazón sólo procura hacer el bien, dar limosna, pero manteniendo el mendigo a distancia.
Incluso siendo invisible, Giges pone de manifiesto la estructura real de las relaciones humanas.
No faltan paseantes a lo Rousseau que deambulan por el móvil o el ordenador, conocidos afluentes del río de internet, pretendiendo donar según su buen corazón o vomitar bilis contra el infierno (que, al decir de Sartre, son los otros) pero protegidos por la invisibilidad. Y es así como el mito que tiene sus raíces en Lidia allá por el siglo VII aC revela verdades al hombre de hoy. Porque un buen mito se mueve en el espacio de comprensión de lo específicamente humano; de nosotros, en suma.
Ser invisibles es desconectar nuestros actos de sus consecuencias. Pero la realidad es que incluso cuando se da limosna sin que la mano derecha sepa, hay consecuencias. Por eso, incluso si nuestra intención no es asomarnos a la alcoba de la reina sino socorrer al menesteroso, concluye Rousseau que: “Bien mirado todo, creo que haría mejor tirando mi anillo mágico antes de que me haga cometer algún disparate”.
El hombre está hecho para buscar la realidad y anhela ser encontrado por la verdad. Necesitamos, pues, una mirada atenta a lo que hay de realmente entusiasmante en el mundo, en lo humano y en nosotros mismos. En ese sentido, cuenta el mito que, para aclarar la vista, nada mejor que unas dosis de jarabe GIGEStivo.
Publicado en La Verdad de Murcia