Viernes Santo. Nietzsche tiene razón. Otra vez. Dios ha muerto.
Si la Semana Santa consistiera en airear este acontecimiento, tendríamos la parádojica situación de que los cristianos celebrarían estos días sin Dios. Y los ateos intransigentes desfilando molestos con que los capirotes tomen las calles para celebrar que Dios ha muerto, es decir, que ya no hay Dios. Celebraríamos que no hay nada sagrado, que nada escapa al poder y control del hombre. Que no hay límites o, como recuerda Dostoievski, que todo vale.
O no. Porque siempre que nos tuteamos con lo sagrado se producen situaciones paradójicas.
Tomemos distancia para intentar entender. Como es sabido, los mayas basaban su alimentación en la panocha; de ahí que Yum Kaax, dios del maíz, fuese uno de sus dioses más populares. Es un dios benévolo que bien podría llevar el ramal del burro que monta Jesús el Domingo de Ramos.
Si alguien pensara que Yum Kaak, lejos de ser un dios, no es nada más que un ingrediente del folclore maya, entonces se situaría ante esa religión con tanta curiosidad cultural como indiferencia vital. Algo así como los turistas que pueblan estos días las iglesias o algunos de los que asisten a las procesiones de Semana Santa: curiosidad, entretenimiento pero, en ningún caso, conciencia de que en Yum Kaak o en Cristo haya algo sagrado.
La actitud jovial del turista pone en el mismo saco el paparajote, Doña Sardina, Cristo Crucificado y el asiático: cosas del folclore murciano, como la ensaimada es cosa mallorquina y Yum Kaak asunto de los mayas. Por eso el turista viste igual cuando pilla un pito sardinero, visita un Salzillo en una iglesia, se toma una marinera en la Plaza de las Flores o un asiático en el Columbus: aplica el mismo rasero porque para él todo eso no son más que ocasiones de distraer su ocio y pasar el rato.
Si hubiese algo sagrado, habría que plantear las cosas de otro modo.
Hay quien no enfoca el asunto desde la simple superficialidad que todo lo iguala sino que reacciona con franca hostilidad. No ante Yum Kaak, ni ante Zeus, ni Anubis, ni tantos otros que siguen tan vivos como siempre sino ante el Dios que ha muerto. Y eso es un modo de reconocer relevancia y sacralidad de ese Dios porque no da lo mismo o, mejor dicho, porque no nos da lo mismo.
Mostrarse hostil ante Dios, plantarse ante él y espetarle el odio, retarlo es, obviamente, ponerse a su altura porque uno es tan grande como lo son sus enemigos. Si Dios se ha hecho hombre, ¿no puedo yo hacerme Dios? Si en mí no todo es superficie, si descubro en mi interior ansias de infinitud y eternidad ¿no seré la medida de todas las cosas? ¿no gozaré de libertad ilimitada (todo está permitido) incluso para hacerme a mí mismo, para decidir el sentido o sinsentido de mi vida?
Superada la indiferencia, el individuo moderno que se sitúa en la afirmación incondicionada de sí mismo tiene sus referentes literarios en la madrastra de Blancanieves que pretende ser eternamente la más bella. Y en Gollum que llama plenitud y libertad a lo que no es sino sumisión a su tesoro. Y en Dorian Gray, que pretende no tener nada que ver con la real deficiencia de todo lo humano. Y en tantos otros.
Si hay algo de verdad en la muerte de Cristo que se pasea estos días por nuestras calles, quizá sea porque la vida es lucha. Y quien está contra él, el Anti-Cristo y su estirpe del Apocalipsis, vive un tiempo en el que se le ha otorgado luchar contra los santos y vencerlos. ¿Qué mayor victoria que humillar y matar al enemigo? Cristo es vencido (como todo hombre), humillado y muerto.
Dios ha muerto y la Iglesia está a punto de desaparecer de la faz de la tierra: eso dicen los cristianos desde el principio y lo repiten todos desde Nerón hasta Nietzsche.
Cristo ha muerto, sí. Porque los hombres santos son vencidos en el tiempo. Pero es Dios y sabe resucitar. Y eso también forma parte de la Semana Santa y de la vida, por tanto.
Publicado en La Verdad de Murcia (7/4/2023)