Escribir hoy sobre no importa qué distinto al consejo de ministros parece una osadía condenada al fracaso. Lo concreto, lo que está en el candelero, tiene tirón y pegada. Luce y su brillo deslumbra y deja en penumbra todo lo demás.
Es el juego de luz y sombras, de noche y día, que se da en tantos ámbitos. La luz, cuanto más brilla, con más severidad traza el contorno de las sombras.
Basta fijarse en cómo brillan nuestras ciudades estas noches. Porque los días de Navidad son, sobre todo, noches. El simbolismo tiene eso: para que la luz brille, tiene que irrumpir en medio de la oscuridad; cuanto más negro sea el asunto, más poderío muestra la llama.
Y por eso mismo, quien perdió a un ser querido o no se acaba de llevar con el cuñao plasta, no se ve asaltado por la morriña ante un mojito en pleno agosto mediterráneo; no, la melancolía y el disgusto se ceban más bien en el ánimo navideño. Porque en estos tiempos el lado oscuro de nuestra vida es más oscuro. Y eso no acaba de gustar. Somos más del rutinario mojito que de la ruin rutina de comprar regalos, comer con los del trabajo, cenar con los primos y volver a comer con los de la promoción del instituto: comer como si no hubiese un mañana y beber y beber como los peces en el río.
Mojito veraniego y jolgorio navideño, tradiciones ambas, rutinas las dos pero mientras que lo del mojito remite a sosiego y ocio; la navidad huele a trajín hasta para montar el belén y bregar con reyes cargaditos de juguetes.
La Navidad tiene un origen cristiano, se celebra el nacimiento de Jesús, Dios que se hace hombre. La secularización no le ha sentado muy bien: hay un impulso fuerte que pretende erradicar de la cultura todo lo que no sea claro y rotundo como un mojito. En ese contexto gana terreno la actitud (consciente o inconscientemente) de dejar de lado la significación primaria, religiosa y extraordinaria de la Navidad y centrarse en aspectos más secundarios, profanos y ordinarios.
Pero la secularización no consiste en borrón y cuenta nueva sino en un tomar un aspecto de la cuestión que sea políticamente correcto y olvidarse de lo demás. Algo así como quienes consideran que lo específico del cristianismo es la solidaridad, que es como decir que Cristo murió en la cruz para poder montar una federación mundial de ONGs; a ver, que lo de la solidaridad y los mojitos está muy bien, pero que lo específicamente cristiano es mucho más. Quizá sea una de esas ideas que, al decir de Chesterton, es cristiana pero se ha vuelto loca.
Por eso, nuestras navidades secularizadas, nuestro belén a lo Colau es la quintaesencia del parto sin dolor: es un nacimiento sin padre ni madre ni niño, con burros y burras, eso sí. Pero le queda algo de su origen cristiano, un foco de luz que perfila las sombras de nuestra vida de un modo nítido.
Si no me equivoco, un rasgo típicamente cristiano es la afirmación de que la vida de cada uno de nosotros tiene sentido, tiene valor, encaja en el marco general del plan de Dios. No es una afirmación exclusiva del cristianismo. También del pensamiento de Aristóteles sobre lo que el hombre puede hacer para alcanzar la plenitud podría derivarse algo así. Pero Aristóteles, maestro di color che sano, como lo llama Dante, es maestro de los que saben, pero no de todos. Pensadores hay que discrepan. Y ahí está una diferencia: el cristiano sabe que eso es verdad.
La tarea esencial de cada ser humano sería, entonces, descubrir cuál es el sentido de su vida, cuál es su tarea vital, para qué ha nacido o, como también se llama, su vocación o misión en la vida. No hay nada en este mundo que garantice el éxito de esa tarea. Quizá por eso el Niño en Belén no tiene dinero, ni casa, ni con qué abrigarse. Nada. Quizá quiere mostrar que la seguridad no radica en una cuenta corriente bien pertrechada; el sentido de la vida o la felicidad se alcanzará apoyándose en los demás, confiando en los otros (hermanos: fraternidad, no solidaridad) y, radicalmente, en Dios.
El cristiano sabe que eso es verdad. Y que el Niño viene como una luz en medio de las tinieblas. Porque eso son nuestros fallos, nuestras limitaciones y errores: las horas oscuras de nuestro ser, unseres Wesens Dunkelstunden, que diría Rilke.
En cierto sentido, vivir es ir tropezando con nuestros límites, con las líneas rojas que ha trazado la experiencia de nuestras debilidades y fracasos. Esa experiencia tan común lleva a algunos a no salir de lo que hoy se llama zona de confort, a encerrarse en una rutina ruin. El Niño no tiene poder pero tampoco experiencia de límites ni líneas rojas. Con su nacimiento, ofrece un nuevo comienzo, una posible nueva vida. Esa vida que todos hemos vivido alguna vez, en momentos de plenitud.
Si la Navidad fuese la época del resfriado, la comida con los cuñaos, el abrazo y el achuchón, lo podríamos salvar con un buen mojito navideño. Pero igual que la solidaridad está bien pero no eso, la Navidad se resiste a limitarse a ser la época del buen rollete. Más bien parece irradiar una gran luz porque se mantiene en el imaginario colectivo como la vigencia de la oferta de una vida nueva y mejor, la mano tendida de un niño que muestra a cada uno el camino hacia la propia plenitud, a la que algunos llaman felicidad y otros santidad. Será por nombres…
El ofrecimiento lo hace un niño. Normal, por tanto, que algunos lo consideren una niñería. El cristiano sabe que esa es la verdad de la vida.
Feliz Navidad, en cualquier caso.
Publicado en La Opinión de Murcia.