El folclore de los campamentos de leñadores del norte de los Estados Unidos está lleno de extrañas criaturas que rivalizan con las que pueblan los bestiarios medievales europeos. Una de ellas es el pájaro goofus, un ave singular que, en palabras de Borges, “construye el nido al revés y vuela para atrás, porque no le importa adónde va, sino dónde estuvo”. Por eso el goofus es un pájaro nacionalista. Porque nada interesa más al nacionalismo que volver a unos orígenes siempre míticos e irreales en lugar de avanzar realmente. Lo estamos viendo estos días con la imposición por parte del PSOE, Compromís-Podemos y el PNV, nada menos que en la Mesa del Senado, de la ficción histórica de los “países catalanes”, un inexistente ente político que reemplaza la histórica Corona de Aragón con una entelequia lingüística, étnica y cultural que apesta a Europa de los años treinta con ruido de desfile al paso de la oca de fondo.
El nacionalismo pancatalanista, que últimamente en más beligerante en la Valencia de Puig y las Baleares de Armengol que en la propia Cataluña de los Mas-Puigdemont-Torra-Aragonès, necesita disolver la verdad historiográfica de la unión dinástica del reino de Aragón con los condados catalanes en 1137. Aragón es tan incómodo al nacionalismo catalán como los reinos italianos (Cerdeña, Sicilia y Nápoles) que se fueron incorporando a la monarquía aragonesa entre los siglos XIII y XV. No encajan en un proyecto que apela a la lengua como elemento aglutinante y que consiste en retrotraerse a un pasado apócrifo para esquivar los problemas del presente y distraerse en la ensoñación de un futuro utópico. Como el pájaro goofus, el nacionalista tiene como destino el punto de partida, sólo que ese punto de partida lo establece a su antojo o directamente lo inventa.
El nacionalismo catalán no es el único en España porque, por desgracia, el sistema de las autonomías no ha hecho más que fomentar estos delirios en todo el país desde hace cuarenta años largos. Andalucía fija su kilómetro cero en el pasado musulmán (a veces califal, casi siempre nazarí, no tantas almorávide y almohade) como podría fijarlo en la Era Mesozoica. En Asturias y Galicia el mito nacionalista es lo céltico, o lo que se entiende allí por lo céltico, y en las inmediaciones de la Torre de Hércules puede verse la colosal y horrorosa estatua de Breogán, legendario personaje de las tradiciones irlandesas del siglo XI, convertido por el nacionalismo gallego en padre fundador de la patria: un mastodonte de granito que parece sacado de una página de Tolkien, esculpido por José Cid al amparo de veintiocho años de alcaldía socialista en La Coruña y dieciséis de presidencia popular en la Junta (o Xunta, como dicen ellos). Los mitos nacionalistas vascos son más demenciales y mezclan a los antiguos vascones con Túbal, nieto de Noé, el RH negativo distintivo que argüía Arzálluz y lo peor del carlismo decimonónico. ¿Y por qué un nacionalismo nazarí, celta o vascón? ¿Por qué no un nacionalismo cromañón o neandertal? Si la meta es el origen, como decía el polígrafo pangermanista Karl Krauss, ¿por qué no directamente un nacionalismo protozoo? ¿Por qué no buscar el referente identitario, el hecho diferencial, en el caldo primigenio o en la Eva mitocondrial? No es un disparate, la invención nacionalista puede instalarse en cualquier punto del pasado, y por eso no sería de extrañar la aparición en cualquier momento de un nacionalismo púnico que a los cartageneros también nos haga perder la cabeza. España es una bandada de pájaros goofus en la que cada bicho vuela hacia atrás, obsesionado por volver al lugar en el que estuvo o cree que estuvo o fantasea que estuvo, y ya no hay arreglo. La aprobación en el Senado del uso del término “países catalanes” para referirse, en iniciativas, trámites y enmiendas, a territorios que el imaginario nacionalista catalán considera suyos, no es más que el espaldarazo legal y oficial al desquiciamiento al que nos ha conducido el Estado de las autonomías.
Publicado en La Verdad de Murcia (19/11/2021)