Síndrome de Estocolmo

Hay quien prefiere dormir en el mismo lado de la cama. Quien busca ir siempre por la misma ruta al trabajo. O quien empieza el periódico por su sección favorita. Como ya nos advertía Dickens, “somos animales de costumbres”. No importa el lugar, la ideología o la edad. Tampoco si él, ella, elle o ello. Y menos aún si somos binarios, ternarios, cavernícolas o marcianos. Animales. Unos más que otros. Pero todos con nuestras costumbres. Lo que para unos son buenos hábitos para otros son grandes manías, pero casi todos con la misma mala costumbre de acostumbrarnos fácilmente a lo bueno.

No cabe duda que con todo esto de la pandemia, lo de la salud mental se ha vuelto trending topic. Algunos eruditos en materia del coco ya se han pronunciado diciendo que esto de tener costumbres resulta tan recomendable como saludable para el equilibrio de nuestra psique. Más aún en tiempos de crisis. Nos aportan seguridad, sensación de control y eliminan de un plumazo toda esa carga de incertidumbre que tan mal parece sentarnos. Por eso, fiel a esta premisa, empecé a llenar mi vida de nuevos propósitos que convertir en buenas costumbres. Hacer deporte, comer sano, leer más, disfrutar de mi familia, organizarme mejor y viajar. Pero viajar, viajar. Viajar de coger un avión y al llegar no saber si te dicen hola o se acuerdan de tus ancestros cuando te hablan. Cuanto más lejos, mejor. Más se abre la mente, más se rompen los esquemas y mayor es la catarsis.

Hace apenas unas semanas viajé a Estocolmo. Inmersión total. Hice la fika, paseé por Gamla Stan, envidié su civismo, me maravillé con el Vasa y escuché atento las historias que contaban los guías turísticos. El asesinato de Olof Palme, los simbolismos de la gran Sala Dorada o la Reina que arruinó su reino hasta en tres ocasiones. Pero de todas ellas, el atraco en la plaza de Norrmalmstorg fue la que más me hizo pensar.

En agosto de 1973, armado con una metralleta y explosivos, “Janne” Olson entró en la sucursal Kreditbank de esa céntrica plaza gritando “tiraos al suelo que empieza la fiesta”. Hasta aquí todo lo normal que un secuestro puede ser. Tras la primera negociación, un Ford Mustang azul en la puerta, tres millones de coronas en cash y su compañero de prisión, Clark Olofsson, de la cárcel al banco. A partir de ahí, agárrense que vienen curvas. Tras 6 días de encierro, imagínese que es uno de los policías y ve como alguno de los rehenes protege a sus captores. O que es el primer ministro y le llama una de las rehenes para decirle que los atracadores son muy buenas personas. O que es uno de los cautivos y alguno de los secuestrados le quiere convencer para que se deje disparar en la pierna. O que es uno de los periodistas y ve como alguno de los secuestrados se despide de sus captores con besos y abrazos. O incluso que es el juez y ve como en el juicio alguno de los rehenes defiende a Olsen y a Olofsson. Así nació lo que conocemos como el Síndrome de Estocolmo, refiriéndose a esas experiencias traumáticas y paradójicas que provocan que quienes sufren algún tipo de maltrato o de abuso puedan desarrollar comportamientos afectivos en pro de la persona que le ha causado esas experiencias aversivas. Como si de un mecanismo de defensa se tratara.

Pero no vayan a creer que es solo cosa de suecos. Cuántos de nosotros acabamos aceptando, justificando e incluso defendiendo tanta corrupción, tanta hipocresía y tanta mentira en cuestiones de política. Cuántos de nosotros, sin darnos cuenta, ponemos la otra mejilla con la mejor de las sonrisas. Ya sea porque padecemos eso del Síndrome de Estocolmo, por esa costumbre tan humana de “mejor malo conocido…” o porque en el fondo somos mucho más animales de lo que pensaba Dickens, seguiremos tropezando con la misma piedra una y otra vez. Al menos hasta que nos acostumbremos a que si queremos resultados diferentes, por mucho vértigo que nos pueda dar, no queda otra que hacer cosas diferentes.

Publicado en La Verdad de Murcia (23(9/22)

Javier Berrio de Haro

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