Érase una vez una comunidad formada por ambidiestros, que convivían en armonía con personas diestras. Utilizaban ambas manos con igual destreza y las alternaban de forma inconsciente. Si, por ejemplo, un ambidiestro saludaba a otro ofreciendo su mano izquierda, este respondía alargando, igualmente, su mano izquierda; mientras que, si una persona diestra les tendía su mano derecha, la estrechaban con esa misma mano, como muestra de cortesía, y con la naturalidad de considerar a una mano tan propia como la otra.
Un día, un grupo de ambidiestros fanáticos extendieron la idea de que lo distintivo de su pueblo no era el dominio de ambas manos por igual, sino el ser zurdos, y que el uso de la mano derecha se debía a la imposición de los diestros. Además, aseguraban que estos constituían una amenaza, ya que, por su culpa, se podría perder la costumbre de usar también la mano izquierda. Al principio, dijeron que siempre permitirían el empleo de ambas manos, aunque se debía priorizar la izquierda para evitar que cayera en desuso. Pero, una vez en el poder, impidieron a los ambidiestros usar la mano derecha, y obligaron a los diestros a utilizar su mano izquierda (a pesar del sufrimiento que les ocasionaba), o bien a abandonar la comunidad.
Esta fábula ilustra lo que pretenden hacer los nacionalistas catalanes. A sabiendas de que nada une o separa tanto como la lengua, llevan décadas empeñados en aniquilar el bilingüismo característico de Cataluña (repitiendo la mentira de que la lengua propia de Cataluña es el catalán) para implantar su concepto de nación excluyente y supremacista, mientras se enriquecen a costa del victimismo lingüístico. Este nacionalismo, que los politólogos denominan de tipo alemán, es de naturaleza cultural, lingüística y xenófoba.
Sin embargo, los habitantes de la mayoría de los países no son monolingües. De hecho, de las más de 6.000 lenguas habladas en el mundo, menos de una docena permiten a sus hablantes satisfacer todas sus necesidades comunicativas sin recurrir a otra (y en el actual mundo globalizado, tan solo una, el inglés, en cuyo aprendizaje invertimos los no nativos ingentes cantidades de dinero, tiempo y esfuerzo, sin llegar a dominarlo nunca). Prácticamente no existen hablantes de lenguas minoritarias (sea afrikáans, quechua, tártaro o alsaciano) que sean monolingües; y esa es su mayor riqueza, no su desgracia. Los nativos bilingües adquieren sin esfuerzo tanto la lengua que utilizan con sus familiares y amigos, como la que emplean en ambientes laborales o académicos, o en grupos donde hay personas de lugares distintos. Y ambas lenguas las dominan por igual, porque ambas son suyas.
El español constituye, además, un caso paradigmático, pues no es una invención castellana impuesta por la fuerza a las comunidades bilingües, sino una lengua de consenso elegida libremente. Posiblemente, nuestra lengua común procede del latín que hablaban los vascos para comunicarse con el resto de los habitantes de la Península (al que habrían legado sus cinco vocales, claras y distintivas), y que fue adoptado como lengua franca por su sencillez y claridad fonética, además de por hallarse en medio de las otras comunidades lingüísticas periféricas. Desde allí, y al ritmo de la Reconquista, fue extendiéndose hacia el sur, por lo que el español pertenece por igual a catalanes, castellanos o andaluces, y lleva hablándose en Cataluña tanto tiempo como el catalán.
El supuesto privilegio de los que hablan una de las pocas lenguas que permiten a sus hablantes ser monolingües constituye, en realidad, una desventaja. La neurociencia ha demostrado los beneficios, desde el punto de vista cognitivo, de los nativos bilingües. Renunciar, además, a la riqueza cultural de una de las lenguas más habladas del mundo constituye un error colosal. Y hacerlo por un sentimiento supremacista, excluyente y xenófobo es de una miseria moral abominable. Pero como el nacionalismo es insaciable, a los fanáticos de nuestra fábula no les bastó con suprimir la libertad para que cada uno usara la mano que prefiriera; con el tiempo, decidieron que el altar sagrado de la nación requería otro sacrificio, y no pararon hasta lograr que todos los ciudadanos se amputaran su brazo derecho, como muestra de adhesión a los ideales patrios.
Publicado en La Verdad de Murcia (14/1/2022)