Doscientos mil millones de bulos

“Las promesas de hoy son los impuestos de mañana”.

William L. Mackenzie.

Soy autónomo. Esta característica, como todas las que me acompañan (de sexo, raza o estado civil) no me otorga condición social de víctima o vulnerabilidad en grado preventivo. Más aún, ese conjunto de caracteres son determinantes en clave política para que mi cuota de autónomo que he pagado en marzo, abril y mayo sin obtener ganancia alguna y las de otros cientos de miles sufrague parte de los gastos corrientes de un Estado que con ellas abona nóminas, pensiones y subsidios y ayudas sociales indispensables para que España siga funcionando y otras que quizá no lo sean tanto, como las nóminas de decenas de miles de personas ocupadas en el sector público o amparadas por él en situación de empleo activo que llevan dos meses sin trabajar (ni teletrabajar) pero que los días 1 de cada mes tienen su dinerito en la cuenta del banco. Por decirlo de otro modo: en este partido de fútbol en el que se mezclan profesionales y aficionados soy de los que llevan el botijo al árbitro para que éste reparta el agua a su conveniencia. Quizá deba ser así.

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¿Qué piensa un padre del pin parental?

Mis hijos han tenido suerte con los profesores y educadores que han pasado por sus vidas. Éstos también, pues su madre y yo tenemos la costumbre de conocerles para transmitirles aquello que consideramos importante: que ellos son la prolongación de nuestra autoridad durante las horas que nuestros hijos pasan en el colegio, que les exijan el máximo que por su capacidad puedan pedirles y que los niños saben lo que sus padres hablan con sus maestros.

Cuento esto porque el primer paso para que la escuela sirva a su propósito (transmitir conocimiento humanista y científico consolidado y aceptado por la mayoría social, con el fin de crear individuos útiles a la sociedad) es tejer una relación de confianza entre educadores y familias. Y la premisa básica para conseguirlo es conocer de antemano hasta dónde alcanza esa confianza. Por eso, a la profesora de matemáticas y al profesor de lengua española se les exigen los conocimientos correspondientes, que quedan convenientemente acreditados y que los padres no ponemos en duda. Así se crea una relación de confianza: estando seguros del papel de cada cual en el sistema.

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La ínsula de Pedro Panza

Pedro «Sanchopánzez»

Dicen los amos de esta incipiente legislatura que la ínsula llamada España nunca existió. Que es una invención (una imposición, conceden a veces) mantenida durante más de quinientos años por reyes malvados y espadones, ignorando una historia común europea en la que tarde o temprano una inmensa mayoría de estados han adoptado la democracia como forma de gobierno tras siglos de tránsito por monarquías, repúblicas y gobiernos absolutistas. Y sabe bien el recién nombrado presidente que, en esta ínsula, como en la de Sancho, no habrá más gobierno ni capacidad que la que sus verdaderos señores, malversadores de dinero público y sediciosos, proetarras, recogenueces y vaciados de lógica quieran concederle. Tiene Pedro Panza sueños pequeños, en los que gobernar a otros no es sino un estado del ánimo que ha de catapultarle hacia una vida cómoda y regalada, como también le sucedía a Sancho que, sin embargo, tras comprobar la superioridad de las hieles frente a las mieles en el gobierno de los hombres decide que las noches al raso y el ayuno merecen más la pena que el roce permanente con bribones.

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¿Por qué votamos otra vez el domingo?

El aguerrido bolso de Soraya defendiendo la democracia.

Algunos dicen que votamos porque los políticos son incompetentes y no saben hacer su trabajo. Otros porque no quieren ponerse de acuerdo. Y casi todos coincidimos en que son demasiadas elecciones en poco tiempo. Y qué lástima de “perras” y de tiempo invertido en campañas electorales que se suceden con obscena normalidad como si se tratara de una nueva edición de Gran Hermano. Si yo fuera progresista contaría cuántos comedores sociales o becas de estudios podrían mantenerse al año con lo que cuestan unas elecciones. Si no lo hacen es porque en esta ocasión la pelota estaba en el tejado de la izquierda.

Al margen de opiniones, hay hechos incontestables que no deben pasarse por alto. El primero es la ineficaz ley electoral que padecemos en España y que algún día sabremos por qué no hay interés en debatirla y menos en cambiarla. El segundo es esta concatenación de acontecimientos: El Partido Popular gana las elecciones generales el 20 de diciembre de 2015 obteniendo 123 diputados en el Congreso por 90 del PSOE, seguidos de Podemos y Ciudadanos con 42 y 40 escaños respectivamente. Los números no dan al partido ganador para garantizar la investidura ni mucho menos para conformar una mayoría estable de gobierno. Por tanto, se pide al PSOE que al menos se abstenga en la investidura, siendo la respuesta nones. Seis meses después, otras elecciones generales con 137 diputados para el Partido Popular y 85 para el PSOE. La aritmética sigue siendo insuficiente y en esta segunda ocasión, previa dimisión de un Pedro Sánchez al que la realidad le da urticaria, una mayoría de diputados del PSOE se abstienen para que esta vez sí haya gobierno en España.

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Democracia para entusiastas

Si preguntáramos a un número suficiente de personas sobre la importancia de expresar libremente pluralidad de ideas y opiniones como uno de los principales sustentos del sistema político que llamamos democracia, estoy seguro de que una inmensa mayoría daría por bueno el aserto. Y si convenimos que no sólo es cierto sino determinante porque toda persona tiene derecho a expresar su opinión en los términos que marcan las leyes, el civismo y la educación estaríamos apelando a la idea que Max Weber defendía sobre la ética de la responsabilidad como principio rector en la construcción del pluralismo.

Por desgracia, la otra ética, la de las convicciones personales que puede llevarnos a la dictadura de lo políticamente correcto, es el síntoma que revela que estamos muy lejos de alcanzar ese estado consciente de responsabilidad social. Presumimos de sociedades abiertas y tolerantes sin caer en la cuenta de que en nombre de esa tolerancia imponemos una atmósfera asfixiante no ya para quien discrepa abiertamente sobre asuntos de actualidad social o informativa que se presentan de manera uniforme, sino para quien se atreve siquiera a matizar cuestiones dominadas por determinados grupos de presión.

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