Adicción a la teleficción

La televisión ocupa un papel esencial en nuestros hogares. Forma parte del imaginario doméstico y hasta se ha convertido en el rey de la casa. Pantalla prodigiosa que reproduce todo cuanto puede ser captado y permite tele-evadirnos y tele-transportarnos a lugares, situaciones o personas que interpelan la distinción entre la ficción y la genuina realidad.

Vivimos en la era de la comunicación (o de la incomunicación, según se mire), en la aldea global de la sobreinformación (o de la desinformación) donde las imágenes se han convertido en un bien de uso y consumo, en un producto que nos permite estar interrelacionados e interconectados con cualquier asunto de cualquier lugar.

Consumimos televisión de manera compulsiva, ya sea para distraernos, sentirnos acompañados o satisfacer nuestros egos, sin cuestionarnos apenas la veracidad de lo que vemos y la finalidad ideológica de los magacines, reality show, talk show o series que se emiten, muchas veces dirigidos por políticas televisivas sensacionalistas dependientes de índices morbosos de audiencia.

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Tan tranquilos…

Otros antes ya le hacían la cama al rey moro.

Terminó el mandato de Donald Trump, el más pacífico en la historia de los Estados Unidos desde Carter, el otro presidente que en los últimos cuarenta años no invadió ningún país, y la imagen que nos queda de sus últimos días es la de los disturbios en el Capitolio. Que los españoles no hayamos reparado en las repercusiones de la decisión tomada por Trump el pasado 10 de diciembre, cuando aun estando en condición de saliente reconoció la soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental, demuestra lo ajenos que vivimos a los entresijos de la política internacional.

En efecto, en una decisión que sacudió a las Naciones Unidas, la primera potencia mundial, y teóricamente nuestro principal aliado militar, se desmarcó de la ONU y del estatus de territorio pendiente de descolonización que todavía posee, desde la Marcha Verde, la antigua provincia española. Personalmente el destino de los saharauis me trae sin cuidado y es consecuencia de la miopía política que padecieron sus líderes independentistas en los años 70, cuando creyeron que en plena Guerra Fría se iba a permitir la formación de una república patrocinada por la Unión Soviética y Argelia en las costas atlánticas de África. Sus descendientes pagan hoy la decisión de hostilizar a las autoridades metropolitanas en lugar de aguardar una descolonización pacífica y beneficiosa para ambas partes. Lo que me preocupa es que, a todos los efectos, el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental por parte de los Estados Unidos clava irremisiblemente el ataúd de la soberanía española sobre Ceuta y Melilla.

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¡Más difícil todavía!

“¿Cómo leer un boletín de notas?” ¡Eso! ¡Cómo! Habrá que hacer un curso…

De los creadores de “no diga que no a sus hijos para que no se frustren” o “no les pongan deberes escolares y tareas en casa para no estresarles”, este 2021 llega a nuestros hogares una nueva máxima para complicar más si cabe esto de la paternidad. Ahora resulta que preguntarles cómo se han portado o qué notas han sacado es contraproducente para su equilibrio emocional. ¿El motivo? Por lo visto, este tipo de cuestiones hacen que nos centramos sólo en el comportamiento y en el rendimiento académico, olvidándonos de ellos como personas. ¡Como si olvidarnos de nuestros pequeños terremotos fuera posible!

El quid de la cuestión está en que parece que nunca lo haremos bien. Al menos bien del todo. Está claro que la perfección no existe y, visto lo visto, en materia de educación, menos aún. Cuanto antes lo aprendamos, menos disgustos nos llevaremos. Ya no nos basta con luchar contra los elementos en forma de Coronavirus, clases en casa e Instagrams, Fornites y youtubers. Algunos gurús de la pedagogía, al parecer expertos en fomentar la mediocridad y la hiperdependencia, pretenden marcar tendencia echando más leña al fuego. Complicando lo que ya de por sí es complicado.

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El deber de los niños

“El Mundo Today”, ojo.

La próxima semana comienzan las vacaciones de Navidad, y muchos alumnos de Primaria, tras recoger sus boletines de notas, se llevarán a casa una buena cantidad de deberes para hacer en vacaciones, a pesar de haberlo aprobado todo.

Curiosamente, nuestro país se sitúa a la cola de los países avanzados, en cuanto al rendimiento escolar se refiere, a pesar de que nuestros alumnos son los que tienen más días de clase y, también, los que más tiempo dedican a las tareas escolares en casa. De hecho, no hay ninguna evidencia científica de que los deberes mejoren el rendimiento académico. Incluso, algunos sostienen que los deberes son inútiles, antipedagógicos e injustos, y lo que es más importante, defienden que son perjudiciales porque impiden a los niños realizar otras actividades más importantes para su crecimiento y maduración.

Pero analicemos con detalle los argumentos que suelen esgrimirse en defensa de las tareas escolares:

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La buena educación

Doñaá, ¿de qué sirve que vendas tu enseñanza y tu lengua?

Ignoro si la portentosa Celaá guarda o no buenos recuerdos de sus años infantiles y juveniles de estudio en un colegio privado religioso de San Sebastián, aunque imagino que muy malos no serían cuando repitió experiencia en la universidad privada de los jesuitas en Deusto y sus propias hijas han estudiado en otros tantos centros de similares características. Recuerda a esos políticos independentistas que obligan a los hijos de las clases populares catalanas a estudiar exclusivamente en catalán mientras ellos envían a los suyos a los mejores centros privados internacionales de Barcelona, conscientes como son de que su lengua materna no sirve para casi nada fuera del histórico principado, por hermosa y respetable que sea esta lengua del levante español.

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