La brecha digital

En la gran mayoría, si no en todos, los centros de enseñanza secundaria de nuestro país, hay un tipo de alumnos, que podríamos llamar objetores escolares, cuya única dedicación es no hacer nada, y si hacen algo es casi peor, puesto que no suele ser nada bueno. Actitudes desafiantes hacia el profesorado, conductas inapropiadas hacia sus compañeros, inadaptación a las normas de los centros, desprecio a lo que representa la cultura… son los patrones que se repiten en este tipo de alumnos.

La LOGSE creó los orientadores en los centros para, entre otras cosas, tratar este tipo de conflictos y en la medida de lo posible encauzar a estos alumnos hacia una actitud más positiva. Posteriormente, surgieron los profesores técnicos de servicios a la comunidad, cuya función, entre otras, también es tratar a estos alumnos y, además, desde siempre han existido los servicios sociales de los Ayuntamientos, que también tratan estos temas, puesto que sus familias son, en muchos casos demandantes de estos servicios.

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La boda que acabó en funeral

Mucho se ha escrito ya sobre la responsabilidad del gobierno en la propagación de la epidemia del coronavirus, y no solo por los errores, dilaciones y extralimitaciones en la gestión de la crisis, sino por haber permitido y animado a participar en las manifestaciones del 8M, cuando ya había indicios suficientes y advertencias de organismos internacionales sobre lo que se nos venía encima, y tan solo 24 horas antes de reconocer la urgente necesidad de tomar medidas excepcionales para evitar la propagación de la epidemia.

El gobierno tiene una responsabilidad política evidente por aquella actuación. Pero no pienso que actuara así por anteponer sus intereses políticos a la vida de las personas. Más bien creo que se produjo una negligente falta de previsión, que llevó a minusvalorar la gravedad de la pandemia, porque el éxito de las manifestaciones del 8M era algo de vital importancia para el gobierno. Y voy a aventurar una posible explicación a esta falta de sentido de la realidad, que ha contribuido a que la crisis sanitaria haya sido mucho más grave en España que en el resto de los países europeos.

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Hablemos de cosas importantes

La ciudadanía moderna necesita sus propias papillitas.

Como el resto de españoles, llevo más de un mes enclaustrado y, al margen de muchas meditaciones sobre encerrados literarios (las hijas de Bernarda Alba, el príncipe Segismundo de Polonia, Gregor Samsa o el conde de Montecristo), no dejo de pensar en qué cosas tan importantes tenía nuestro Gobierno que hacer durante el primer trimestre del año que le impedían comprar como si no hubiese mañana guantes, mascarillas, pantallas protectoras, antisépticos y todo tipo de material cuya escasez, especialmente entre el propio personal sanitario, ha ayudado a que miles de compatriotas hayan caído como ratas. Tiro de hemeroteca y veo que el Presidente y sus miles de vicepresidentes, ministros, secretarios y subsecretarios de Estado discutían, entre otros asuntos de importancia (como la regulación legal del piropo) el encargo de un informe sobre usos racistas, xenófobos y segregacionistas del lenguaje.

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El abuelo en chándal

Si ojeamos un libro de historia no será raro que nos encontremos pinturas de ilustres varones con su peluca, maquillaje, medias y tacones. Y cada complemento tiene su razón de ser.

Voy a centrarme en la peluca y el maquillaje. Se ha señalado que la incipiente calvicie del Rey Sol le animó a cubrirse y el efecto de la imitación de su graciosa majestad extendió la costumbre entre sus distinguidos súbditos. Podría ser.

Pero las pelucas pueden ser de diferentes colores. Hay un momento de la historia en que se impone el blanco, haciendo conjunto con el maquillaje que aclara el tono del rostro. El color blanco del pelo es, sin más, el propio de las canas. Ocurre que hay un esfuerzo en los hombres de esa época para aparentar vejez.

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Locus de control

Es curioso lo de la memoria. Con todo esto del coronavirus en más de una ocasión me he acordado de un entrenador de baloncesto que tuve en mi adolescencia. Cuando hacía algo mal y ponía alguna excusa me decía que debía preocuparme de qué podía hacer yo para evitar ese error la próxima vez. Años más tarde, ya estudiando Psicología, entendí que lo que él pretendía no era más que apelar a mi locus de control interno, o lo que es lo mismo, que entendiese que esos sucesos que ocurrían en la pista eran efecto de mis propias acciones.

De la misma forma que tenemos el interno, al otro lado del ring encontramos su antítesis: el locus de control externo. Muy fácil reconocerlo. Ante los errores, suele vestir con respuestas que empiezan con algo similar a un “es que” combinadas con excusas o balones fuera. En definitiva, que todo lo que me ocurre, especialmente lo que percibo como malo o erróneo, es fruto de factores externos como la mala suerte, lo que hacen los demás o el destino.

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