Gasto y malgasto vital

Vivimos tiempos locos, revueltos, frenéticos, caóticos y terriblemente estresantes. Los quehaceres diarios nos devoran, las preocupaciones personales nos corroen, las exigencias interpersonales nos asfixian y los trabajos, en muchos casos, nos esclavizan. Ocupaciones, todas ellas, que provocan un estilo de vida opresivo, alienante y de innegable desgaste vital.

Este desgaste o síndrome del “burn out” vital puede convertirse en un elemento desestabilizador de la persona y afectar notablemente a la percepción de las cosas, a las relaciones con los demás y a la autocomprensión de uno mismo. Tanto es así, que el malgasto sin sentido de la vida podría abocarnos a la infelicidad o al vivir por vivir, impidiéndonos alcanzar eso que Séneca llamaba el ideal del “bien vivir” (bene vivere), bien pensar y bien actuar.

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Nunca es suficiente

Militar en cualquier ideología es complicado y, sobre todo, incómodo porque conlleva implicarse en una causa y dedicar mucho tiempo a desprestigiar a la contraria.

Militar en la izquierda lo es más aún porque no es ese galopar contradicciones del que hablaba Pablo Iglesias cuando planeaba pisar moqueta. Es un tortuoso camino carente de certezas, una ciénaga en la que hay que hacer auténticas proezas para no hundirse en el fango del sinsentido para poder salvar los muebles.

Me imagino que debe de ser complicado sostener la existencia de la brecha salarial sin negar que, si así fuese, todos los empresarios contratarían mujeres para ahorrar sueldos y, como consecuencia, las mujeres estarían en ventaja en el mercado laboral porque todo el desempleo sería masculino. O defender cuotas para altos cargos políticos o en consejos de administración, pero no en los solícitos oficios de albañil o basurero. O ignorar la privación de derechos que sufren mujeres y homosexuales en países musulmanes en nombre del relativismo cultural. O posicionarse como ecologista y tragar con el hecho de que los mayores desastres medioambientales contemporáneos (la desecación del mar de Aral, las presas de Asuán y de las Tres Gargantas o la explosión del cuarto reactor de la central nuclear de Chernóbil) han sido perpetrados por regímenes socialistas. O pasar de puntillas por el hecho de que durante la Guerra Fría no existió una sola jefe de Estado o de Gobierno en el bloque soviético mientras que en el capitalista reinaban Isabel II en varios países de la Commonwealth, Margarita II en Dinamarca o Carlota I en Luxemburgo, o gobernaban Golda Meir en Israel o Margaret Thatcher en el Reino Unido. O criticar a la industria de la moda por promover estereotipos femeninos heteropatriarcales cuando esta industria siempre ha estado controlada por mujeres y por hombres homosexuales, y no por varones heterosexuales.

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Negacionismo

N. Vavílov en la cárcel, 1942

Con “Lo niego todo”, Sabina nos ofrece un himno de negación de las creencias en torno a su persona. Con el barro público actual ¿será tachado de negacionista?

La RAE define el negacionismo como aquella actitud consistente en la negación de determinadas realidades y hechos históricos, especialmente el holocausto. Y es que el negacionismo consiste en rechazar cierto tipo de realidades: aquellas que pueden ser comprobadas. Negar una creencia, el valor de la vida, la existencia de Dios, una ideología o la validez de una idea no puede ser negacionismo, sino escepticismo, nihilismo, ateísmo, crítica o algo así. Negar algo ideal, una ideología no puede ser negacionismo. De lo contrario, podrían tacharle de negacionista por negar la existencia de unicornios de colores. En cambio, un terraplanista sí que niega la comprobada esfericidad terráquea.

Una clave del progreso tanto de la ciencia como de las democracias liberales ha sido aceptar que la multiplicidad de accesos a la realidad es enriquecedora; por el contrario, cuando se ha optado por una única visión válida, negando legitimidad a otras opciones, se ha acabado en el estancamiento en la ciencia y en el autoritarismo en política.

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Como lágrimas en la lluvia

Se han cumplido 40 años del estreno de Blade Runner, película que reflejaba, en los inicios de la informática, el miedo a que las máquinas llegaran a cobrar consciencia, y dotadas de unas capacidades superiores, pudieran suponer un peligro para la humanidad. Una vez llegados a la época en la que trascurre la película, me pregunto qué me habría resultado más extraño si, en aquel lejano 1982 en que siendo un adolescente la vi por primera vez, hubiera podido viajar en el tiempo hasta el momento actual.

Aparte de que la inteligencia artificial está aún lejos de emular las capacidades humanas, estoy seguro de que no habrían sido los adelantos técnicos los que me habrían causado mayor asombro, sino los cambios sociológicos que, aunque se fueron gestando mucho antes, no habríamos podido imaginar en aquella época. Ni siquiera diez años después, cuando España celebraba con orgullo el quinto aniversario del descubrimiento de América y, ante el final de la Guerra Fría, Fukuyama proclamaba El fin de la historia.

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Solidaridad

Desde hace un tiempo se ha puesto de moda, entre un número apreciable de nuestros universitarios, el abandonar una carrera y empezar otra porque no se ven cumplidas sus expectativas iniciales.

Cada uno es dueño de su vida y un liberal militante como yo no tendría nada que objetar. Pero, en la realidad no sólo están las motivaciones y decisiones de cada uno. En este caso hay una cuestión sobre la que sugiero pensar. El problema surge en el momento en que los alumnos universitarios españoles pagan solo una parte que no llega al 20% de lo que realmente vale la matrícula. Es decir, el 80% de la matrícula de las sucesivas carreras, lo pagamos a través de nuestros impuestos. Así que ya no se trata sólo de las decisiones de cada uno.

En países mucho más ricos que España, como en Alemania, se devuelve el 50% de las becas con un periodo de carencia de 5 años. Es algo común a la mayoría de países europeos que las becas no son a fondo perdido, sino que hay que devolver una cantidad al Estado en todos los casos. Es una forma de responsabilizar a los universitarios de que el dinero que se les asigna no es un maná caído del cielo, sino que procede de los impuestos. Prestarles dinero les ayuda, les permite un desahogo, los estimula a esforzarse y, en suma, los convierte en gente responsable, que sabe que las cosas cuestan; regalarles dinero, ¿no podría convertirlos en gente irresponsable, que no valore el esfuerzo que la sociedad hace para darles la oportunidad de prosperar?

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